sábado, febrero 3

Brillante y oscuro

SOCIEDAD

Poco después del mediodía del día más caluroso de este año, con 36º Celsius a la sombra, decido salir a pagar una deuda con mi dentista en la otra punta de la ciudad, una cuestión de subterráneos y de trenes y de unas cuadras por los boscosos suburbios junto al río. Estuve ganando mucho tiempo últimamente a cambio de encierro y por eso decidí invertir un poco de mi tiempo sobrante al aire libre.

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En la Estación de Tren, elijo la fila más larga.

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Entre la multitud andante, una chica de 10 años le pega un codazo a su madre y le dice entre dientes que deje de espiar los tachos de basura, cada vez que ella amaga con asomarse a un tacho moderno y rebosante. Van acompañadas por un padre, que lleva en sus brazos a una pequeña de 1 año y medio con un rostro perfectamente detallado, como de señorita. Los cuatro tienen la piel oscura y ropas de mala calidad y oscuras; quieren formar parte de la multitud de ciudadanos, pero no pueden olvidar que se alimentan de lo que esos ciudadanos tiran con asco a la basura.

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Me sorprende la repentina comprobación de que por primera vez en mi vida, puedo comer lo que quiera antes de ir al dentista, ya que sólo tengo que ir pagar. Sin embargo, por primera vez en mi vida no siento hambre en esta situación. A pesar de ello compro un alimento envasado y lo como, como para ver si el destino cambia por eso alguna de sus barajas y con ellas el rumbo de los acontecimientos.

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Dentro del tren, un señor cuenta en voz alta, a través de su celurar, que va al Tigre a ver si puede cobrar, y que tiene las llaves del depto. Esto último lo repite cuatro veces: ya tiene las llaves del depto.

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Los nuevos televisores del tren repiten 2 o 3 noticias de ayer, y luego de eso muestran fotos de diferentes personas con sus perros.

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Un ciego toca la armónica muy mal. Nadie lo aplaude pero muchos le dan monedas.

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Una vez en el consultorio, todo blanco, iluminado y silencioso, le entrego varios billetes a la secretaria, ella anota un numerito en un papel, yo tomo un folleto con una dentadura gigante en la tapa y vuelvo a salir al calor de la ciudad.

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En el tren, ya de vuelta, una chica sentada frente a mí, de carnes turgentes y dentadura también sobresaliente, atiende a su novio por su celular y entreabre su ojos en gesto de fastidio, y entabla un diálogo basado en la desconfianza mutua, y me pregunto hasta dónde sería capaz de llegar esa chica con esa pinta de viva.

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Al llegar al subterráneo hago la cola para comprar boleto con cambio exacto, pero como no tengo cambio exacto hago otra cola el doble de larga. El paso del tiempo, sin embargo, no me causa ansiedad.

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En el vagón del subterráneo, una chica pobre de 8 años intenta darle la mano a la gente para después pedir unas monedas, pero casi nadie le da la mano porque es muy gorda y tiene cara de malhumor.

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Abro el folleto que encontré en el consultorio del doctor y leo: es la promoción de un nuevo tratamiento dental que se realiza en sólo una hora, llamado Brite Smile, que le permite a uno nada menos que sonreír porque produce “un verdadero blanqueamiento por activación lumínica”.

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